Se acabó la navidad. Sigue la vida, con sus ritmos y rutinas. Ahora,
exámenes para algunos, que siempre hacen que empeore el humor. Y vuelta
al trabajo. A lo cotidiano. Y las rebajas, tan frecuentes, tan
publicitadas. Es el constante ciclo de las agendas y sus costumbres.
¿Por qué no darnos un momento, en medio de toda esa cuesta de enero,
para recordar lo esencial? El amor. En mayúscula y minúscula. En la fe y
en la vida. Es nuestra verdad más profunda, nuestra aspiración más
honda. La meta que a menudo marca los horizontes hacia los que
caminamos. A su lado, lo demás palidece.
En la vida vamos escribiendo capítulos, y vamos forjando lazos. Vamos llenando de nombres el macuto que llevamos a la espalda. Y los más importantes son los nombres de aquellos a quienes queremos y que nos quieren. Los de las personas con las que compartimos memorias inolvidables, gestos de ternura, proyectos que lanzan puentes hasta lo personal. Es amor amigo, amor amante, amor de padres y de hijos. Amor que aprendemos en Dios, y reflejamos en lo cotidiano. Amor que a veces nos ilusiona y otras nos inquieta. Pero, ¿quién querría vivir sin él?
Si hubiera que definir a Dios en una palabra, probablemente sería esa: Dios es amor. Porque, de todo lo que
conocemos, es lo que más vinculamos a la plenitud. De todas nuestras experiencias, es la más asociada a la felicidad. De todas nuestras memorias, es la más fecunda. Podemos construir la vida sobre la seguridad, sobre el dinero, sobre la belleza, sobre los títulos, sobre el prestigio, sobre la diversión… y todo eso pasará. Pero, al final, en nuestra raíz primera, en nuestra verdad más honda, en nuestro acontecer más significativo, hemos sido creados para el amor.
Texto tomado de www.pastoralsj.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario