Hay gestos cotidianos que nos ayudan
a descubrir en profundidad quienes somos realmente. Un abrazo, un beso, una
mano en el hombro, una mirada serena… Son gestos que nos recuerdan que somos
seres básicamente amados. De acuerdo que hay momentos donde esto no es tan
evidente pero, con todo, hoy más que nunca, es urgente entrenar esa
sensibilidad que nos permita rastrear esos gestos, que en tantas ocasiones se
nos escapan, como el agua entre los dedos.
Sin duda éste es el lenguaje de Dios, no el de las
palabras, sino el de los gestos, que dan contenido a tantas palabras ya
desgastadas. Gestos que condensan esa realidad básica y primera, la de ser
amados, a la que todo ser humano aspira en su interior, y a la vez, a la que
tantos se ven privados de ella.
Hoy, como ayer, seguimos llamados a reproducir esos
mil gestos de amor, que ayuden a nuestros semejantes
a experimentar el abrazo de Dios. Esos gestos que nos alienten en nuestros cansancios y que nos alivien las heridas de cada día. Es la mejor forma de expresarle, sin decir palabra alguna: «Tú también eres amado en el Señor Jesús», y así, despertar a una nueva conciencia de sí mismo, más digno, más libre, más querido, más humano, en definitiva, sentirse hermano/a.
a experimentar el abrazo de Dios. Esos gestos que nos alienten en nuestros cansancios y que nos alivien las heridas de cada día. Es la mejor forma de expresarle, sin decir palabra alguna: «Tú también eres amado en el Señor Jesús», y así, despertar a una nueva conciencia de sí mismo, más digno, más libre, más querido, más humano, en definitiva, sentirse hermano/a.
Quizá todavía hoy existan muchos rincones de nuestro
planeta donde todavía no hayan descubierto esta verdad profunda. Pero lo cierto
es que somos muchos más los brazos capaces de hacer llegar esos gestos a tantos
que aún esperan ese abrazo.
Dios, como tú y como yo, se apaña mejor con los
gestos. Son precisamente éstos, los que permiten a nuestros semejantes, los
pequeños y olvidados, descubrirse hoy hermanos.
Natxo Morso
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