La sed acompaña siempre al
hombre, de una manera u otra. Puede que sea incluso su condición natural. El
hombre no sólo tiene sed, sino que es sed; de ahí que se sienta siempre
insatisfecho.
Dios hace brotar manantiales de
agua por doquier, incluso puede sacar agua de una roca, para tantos y tantos
sedientos.
Pero esto no era suficiente para
saciar toda la sed del hombre. Por eso vino Jesucristo, que ofrecía un agua
distinta, la que puede saciar al hombre definitivamente: El que tenga sed, que
venga a mí y beba. Cristo es esa roca, de la que brota agua milagrosa. (cf. 1
Co 10. 4).
¡Si
supieras...!
Jesús
de Nazaret está sediento,
fatigado
de andar, a mediodía,
sentado
junto al pozo, en Samaria;
sus
amigos en busca de alimento.
Se
acerca una mujer, pasión y viento;
¡si
supiera la hora que vivía!,
si el
agua está cantando de alegría;
¡si
captara el perfume de su ungüento!
Dame a
beber del agua de este pozo,
mujer
samaritana, si supieras...
Por
cada gota de agua que me dieras.
te
daría mil cántaros de gozo.
Ya no
hay samaritanos ni judíos.
Soy
Señor de las fuentes y los ríos.
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